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Veinte años ya. A medida que pasa el tiempo desde la desaparición del cantor, su ausencia física, lo emotivo de tamaña pérdida, va dando paso a una dimensión más objetiva de su magisterio y de sus aportes.
ATAHUALPA YUPANQUI “ERA UN HOMBRE, Y TAMBIEN ERA UN ÁRBOL…”
2012-06-10 | Aldo Parfeniuk
ATAHUALPA YUPANQUI
“ERA UN HOMBRE, Y TAMBIEN ERA UN ÁRBOL…”
“Soy como el león de mis sierras:
Vivo y muero en soledad”
Veinte años ya. A medida que pasa el tiempo desde la desaparición del cantor, su ausencia física, lo emotivo de tamaña pérdida, va dando paso a una dimensión más objetiva de su magisterio y de sus aportes.
Recuerdos de mis años jóvenes (década del sesenta): para quienes crecimos en el interior argentino, sedientos por conocer el misterioso resto de país que, tan cerca y tan lejos, nos rodeaba con melodías, mitos, leyendas y costumbres distintas y riquísimas en su variedad, su simple y claro mensaje nos iba develando el mapa y señalando las postas en la que debíamos detenernos para percibir en su máxima intensidad la presión de las arterias maestras por las que circulaba la sangre de la patria: Tafí Viejo, Amaicha, Abrapampa, Belén, Colalao, Sañogasta, Raco, Salavina, Caminiaga…Lugares que completaba nuestra imaginación y que en algunos casos después serian presencia visible. Y contundentes pruebas de que una parte sustancial faltaba en la imagen pública y oficial de país tal como nos la ofrecían en los libros de texto y las promocionantes versiones de las grandes usinas informativas (superados, hoy por hoy, por los hacedores de negocios turísticos con todo lo que haya a mano).
Así que nos largábamos (hablo de mediados de los 60) con unos pocos pesos y demasiados sueños, a corroborar sus testimonios, y a descubrirnos, en tanto latinoamericanos: en tanto destinatarios de un universo cultural que nos permitiera afirmarnos sólidamente en algo. Jamás como turistas de lo exótico, de lo pintoresco. O como parientes caritativos y sobradores: si algo dejó bien sentado Don Ata es que había que “bajar” hasta esos rincones para aprender. No para “enseñar”. Allí estaban (allí están) nuestros hermanos esperándonos.
En sus canciones, en sus poemas, en sus relatos…., en suma: en su voz, no sólo está la voz de los Chavero desparramados por la llanura, el monte y la montaña (Pergamino, Loreto, Villa Mercedes, Alta Gracia…) durante más de trescientos años de América, sino las de sus otros tantos hermanos: el cacique Benancio o Nazareno Ríos, de los pagos de Junín; Vila y Acosta, en la entrerriana Rosario Tala; Eusebio Colque, en Tilcara; los Mamaní y los Chocobar, en Amaicha del Valle; los Saravia, Bustos, González, de Vinchina. O los jujeños Castrillo, Aparicio, Lerma, Alvarez, Giménez, Abán, Zerpa… (y el gran trovador de La Quebrada: Dagoberto Osorio). La lista es interminable…
Además de lo que nos decía en sus textos, había -hay- en su voz un sentimiento, una pasión y una convicción tales, que no quedaban dudas; en él sí se podía confiar, creer. Siempre con todas las cartas puestas sobre la mesa, asomaba por el lado de los postergados y los olvidados con una consecuencia que no abandonó en ningún momento de su vida y, tan importante como lo anterior, siempre al margen, cuando no abiertamente en contra, de los oscuros centros de poder. Y no hacía falta mucho más que eso (tiempos demasiado cercanos no permiten que lo olvidemos) para ser tildado de zurdo, de peligroso. Para ser “Payador perseguido” por quienes sólo concebían -y conciben- la búsqueda de las raíces propias como un sectario y cerrado ejercicio chauvinista.
Los otros centros de poder, los intelectuales, tampoco lo tuvieron en cuenta, salvo valientes excepciones. Atahualpa Yupanqui fue y sigue siendo otro de los ilustres miembros de “la sombra” de la Literatura Argentina (en otro tiempo lo fueron Almafuerte, Hernández, Arlt, Discépolo..) al que todavía, desde el mirador de un canon que opera aceitadamente se mira de reojo: y esto en el único país del mundo que desde hace unos pocos días se jacta de reconocer las identidades según la voluntad de cada usuario en lugar de la determinación de los otros.
El hecho es que a estos marcados con el estigma de lo popular es a los que no se les da cabida en los programas y repertorios universitarios y, desde luego, en las antologías (especialmente las de exportación), historias y panoramas de nuestra literatura que, si por alguien debieran empezar, es por quienes permiten delinear nuestros perfiles más nítidos. No por propios menos universales (me parece escucharlo a Ernesto Laclau diciendo, desde alguno de sus libros, que la genuina posibilidad de ser genuinamente universal, en esta situación de mundo globalizado, “ se encuentra anclada en los reclamos particularistas”…)
Atahualpa, sabio etnólogo, apreció y valoró cada detalle, cada ingrediente de personajes, pequeños grupos humanos y comunidades que muchos argentinos creíamos inexistentes hasta la reveladora llegada de sus canciones, poemas, relatos, conferencias y artículos. Con el tiempo, y en no pocas ocasiones debido a forzosos exilios, las ciudades del mundo también recibieron de su guitarra y de su voz mucho de lo mejor, de lo más digno de nuestro “corazón argentino”.
De canción en canción fue construyendo una épica de la humildad y de la pobreza. Su imaginería testimonial daba vida a seres ignorados por las grandes urbes preocupadas por los hombres en tanto combustible para sus insaciables calderas.
Hasta las grandes ciudades “subía” el cantor de tanto en tanto, vaya uno a saber desde que remoto paraje de la selva o la montaña, a traducir y a volcar lo que esos silencios -los de los hombres y sus paisajes- le habían “confidenciado”. La frente paisana y alta. Sin “pedir prensa” ni “robar cámara”. Sin bajar, jamás, al nivel del aplauso fácil. Y menos al recurso de andar pidiendo coro.
Su credo postulaba la coherencia entre decir y hacer como un imperativo categórico inamovible. Nombres como el de Serrat, Cortéz, Jairo, y otros, recogieron y agradecieron su lección ética de artista popular.
“…que aquél que canta a los gritos
no escucha su propio canto”
Su inclaudicable pedagogía lo llevó a definirse como un viajero de muchos libros y un lector de infinitos caminos. Todo un programa para “mozos” deseosos de trascender (aunque ciertamente, muy pocos lo siguieron).
Tuvo como maestro mayor al viento, y siguiendo sus hilachitas fue de la llanura al monte; y después a la montaña, a las salinas, a la selva…..
Quizás alguien haya conocido y conozca a nuestro país más que don Ata: pero es muy difícil que alguien lo haya amado tanto como él. No se entiende de otra manera su capacidad para hacer propia, sustantivamente, cada una y todas las partes del alma del hombre argentino. Es por eso que en él sonaban con naturalidad y cabían con justeza las distintas tonadas y los diferentes rituales: esto y no otra cosa hace que seguramente en estos días, a veinte años de su ausencia física, desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego, cubran con ponchos las guitarras, “pa’que no lloren demasiao”.
Quienes de changos aprendimos a estar menos solos dibujando sencilleces sobre los seis caminos de alguna guitarra, pudimos acceder, gracias a la baquía de sus manos trenzadoras de misterios, a los modos más fieles del espíritu de cada región. Cada manera de pulsar y de rasguear, según género, carácter y lugar de origen, encontraba en sus dedos expresión medida y acabada. Y cuando quisimos arrimarle alguna palabra al paisaje -y a sus mujeres, y a sus hombres- también nos enseñó a dimensionar el peso específico de esa escasa veintena de términos que configuran el núcleo duro de su poética. Y no sólo sus significados, sino sus auras, sus rumores cercanos, sus sombreadas vecindades y su caudal de luz: la delicada y transparente luz que envuelve a las palabras cuando se las regresa o se les inventa el lugar adecuado, digno y preciso. Árbol, camino, caballo, soledad, piedra, guitarra, viento, hombre, recobraron, gracias a su mención, profundidad y altura.
Su palabra. Siempre amaneciendo antes, para despertarnos.
Pero Atahualpa Yupanqui también nos enseñó el silencio. Y los matices del silencio. A hablar en voz baja, para escucharnos, y -por supuesto- a escribir en voz baja, sin espectacularidades ni grandilocuencias. A oír atentamente el silencio de los que dicen sin hablar.
Como pocos, él conocía ese silencio sin el cual las pequeñas cosas -una flor, un pájaro, una espina: sus grandes verdades- nada pueden decirnos. Encarnaba las configuraciones sensibles y familiares del silencio: el asombro, el pudor, la prudencia, la humildad…, atributos todos del hombre que en los cuatro rumbos de la patria trata y conversa de igual a igual con el paisaje, con la tierra.
“No quiero cruces, ni aprontes, ni encargos para el Eterno:
tal vez pasando el invierno, me de sus flores el monte”
Divulgador fervoroso de la hoy popularizada carta del cacique piel roja a un presidente de los EE.UU. acerca de la propiedad de la tierra, al hacerlo, cumplía no solamente con el primer imperativo de su clarividente y genuina conciencia ecológica (en realidad, la suya es una gran e inimitable propuesta “ecolírica”, una suerte de programa oportuno de “saneamiento” poético), sino con el mandato más íntimo, más radical de su ser: al fin de cuentas, él era “tierra que anda”. Que sueña. Y que canta.
Tierra finalmente detenida a orillas del río de Los Tártagos -allí descansa junto a Nenette (Pablo del Cerro), su compañera-. A la sombra de la Gran Memoria del silencio de los indios de su “cerro de piedras pintadas”. Ceniza de tierra. Andando hacia las raíces de algún centenario árbol para ser, otra vez, en su copa, el claro interlocutor de los pájaros y el aire.
Aldo Parfeniuk- (Villa Carlos Paz, 1992/2012.)
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