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Daniel Calabrese - Ruta Dos (2013)
2015-10-08 | El Descubrimiento
Ruta Dos
Daniel Calabrese
Aguiar, Santiago de Chile, 2013
Editorial Fili d’aquilone, Roma, 2015 (bilingüe italiano español)
Poemas de: RUTA DOS
EL AHOGADO
Deseo aclarar que no fue en un río
sino en la misma tierra donde me ahogué.
El único río que llevo en la memoria
es un estremecimiento
donde las pequeñas cosas se hunden
aunque nunca llegan a desaparecer.
A veces,
se hunden antes de que pase el río.
Y su pedido de auxilio
siempre
llega tarde.
PRODIGIO
El trabajo de este día consiste
en llevar una piedra de aquí para allá.
Es una roca muy pesada,
más que un buey,
más que una bolsa cargada de lluvia.
Es un agujero prehistórico,
un espejo negro
a punto de tragarse el mundo.
El trabajo de este día consiste
en alzar esa piedra con los ojos y depositarla
suavemente en el medio del camino
para que se detengan los ciclistas,
se detenga la música de fondo,
se detenga la Ruta Dos
a la hora señalada por las arterias rojas.
Y cuando todo esté detenido,
entorpecido por la piedra,
detenidas las generaciones ilustradas y piadosas,
detenido el amor entre las cosas naturales
y las cosas manifiestas,
el trabajo, entonces,
consistirá en sacarla de ese lugar,
levantar la piedra nuevamente con los ojos cansados
y enterrarla por ahí, en la nada,
en ese lago de cerrada indiferencia
donde cruje la cama, alumbra el televisor,
brillan los motores,
cae el vino adentro de la luz,
se pudren la memoria y las conversaciones tristes,
y se hunden, con la piedra,
en la más completa extinción.
LAS DIFERENCIAS ENTRE MI PADRE Y KEROUAC
Mi padre nació un año después,
muy lejos, casi a la orilla de esta ruta.
Kerouac no tuvo, a su vez, un padre
nacido en altamar, como mi abuelo.
Y para qué iba a escribir poesía, mi padre.
En cambio Kerouac, entre católico y budista,
excedía las fronteras.
Papá tenía una bicicleta roja: eso es viajar.
Uf, ambos odiaron el comunismo.
Creo que si un cruce misterioso
los hubiese reunido en la mesa de algún bar
se habrían reído mucho.
Pero mi padre se emborrachó
una sola vez en toda su vida.
CERCA DEL PUERTO
Pasan los camiones.
Se llega a mezclar el humo del gasoil quemado
con la llovizna fresca de la costa.
No hay poemas perfectos
como el sol, como la sombra.
Y menos que hablen de lugares
cercanos a este puerto donde hace frío,
donde se apilan contenedores blindados
para la gente inestable y para las ratas.
Pasan las dos mitades de un perro.
La primera lleva una cabeza normal, asustada,
la otra se disipa entre la niebla y la sarna.
En la estación lo bañaron con parafina,
seguro que fue el tuerto que limpia los vidrios,
quizás le regaló un pedazo de pan
y le ordenó: ¡basta de morderte!
Que no se turbe el sueño de Pound.
Si los clásicos ya tuvieron épocas
de mayor circulación en América,
al menos aquí, cerca del puerto,
entre la maquinaria envenenada
por la mierda de las gaviotas
(donde pasan las mitades de un perro
esquivando esos camiones de carga),
ya nadie hace las cosas perfectas
como el sol, como la sombra.
EL UMBRAL DONDE EL IDIOTA SE REÍA
En la esquina del café Vox,
que cerró y violentamente abrió con otro nombre,
está el idiota sentado, mirando la vereda.
Tiene un clavo entre las manos,
que usa como aguja de bordar en sus pantalones.
Mete el clavo en la tela
y lo retira
y lo mete en la tela azul
y lo retira
y lo mete con saña entre fibras que se van rompiendo
y lo retira
y lo vuelve a meter
y lo retira.
Levanta sus ojos vacíos,
mete ese clavo que tiene un poco de óxido en la cabeza
y lo retira.
La palabra «momento» se escapa de un televisor
y cruza la vereda sobre la cara del idiota.
Retira el clavo del pantalón deshilachado,
lo mete y se ríe,
se ríe y lo retira.
LOS SONIDOS INAUDIBLES
Dejamos andar el micrófono
toda la noche en un bosque desolado.
Al otro día hicimos correr la grabación,
pero no se oyó más que un soplido.
Era como el viento metálico
de un planeta estéril.
La hicimos correr más rápido.
Aparecieron entonces los ruidos bajos
como si una conversación entre dos árboles
se expandiera desde el campo
hacia la Ruta Dos.
La hicimos correr más rápido aún
y los sonidos crecieron
como la conversación de dos árboles que crecen
y que si uno escucha bien,
con la cabeza apoyada en la madera,
en algún momento parecen crujir
palabras como «espejo», «espejismo»,
y muy lentamente palabras como
«cruces», «crucetas»,
«humilladero».
UNA CARRERA CON PLATÓN
Antes de hablar alzaba una mano
para sujetarse el pecho,
a riesgo de hacerlo en un estilo trágico.
Siete pitadas: un cigarrillo.
Esa tarde encendió el motor
de su viejo automóvil
y se acostó en el pasto a escucharlo una y otra vez.
Un alambre coincidía con el horizonte
donde se posaban unos pájaros enormes
y el hilo de la tierra se encorvaba.
Cuando alzaban vuelo, de repente,
el alambre subía y bajaba, entre el cielo y el suelo,
en eso que llaman la marcha dialéctica.
Y nadie era capaz de seguirlo.
Siete pitadas feroces: otro cigarrillo
El motor hablaba espesamente del silencio,
como si lo más oscuro del ser
encendiera con una llave de contacto.
Su viejo automóvil
detenido en el mejor momento de la vida.
LOS DEMOLIDOS
Aparecemos siempre desde la luz,
como los mudos que se expresan con la sombra.
Somos una combinación estrafalaria:
un poco antiguos, algo modernos,
con esta vida abandonada pero llena de brillos
y un interior de tapicerías negras.
Se oyen los ruidos propios de una demolición.
Taladros, golpes, derrumbes.
Hay humo.
Todavía nos queda una casa abierta
donde podemos dormir y ver el aire negro
raspado por las constelaciones.
Pero se oyen taladros, golpes, derrumbes.
Acostumbrados a mirar el cielo oscuro.
Acostumbrados a dormir con un ojo abierto,
estamos asomando cada día, pero cada día
el tiempo se desmorona.
Hay gente que trabaja, se oyen otros ruidos.
Hay un tipo sobre el andamio
que bordea de noche el precipicio
iluminado por unas pocas monedas.
Antes sonaban las guitarras y los relojes.
Pero hace tiempo que los relojes detenidos
se tiran a la basura.
Van a demoler la calle, a demoler las ventanas,
la luz que entra por las ventanas,
y después vendrán todas esas molestias.
La grúa operando en este paisaje cruel y hermoso,
como si una tragedia estuviera a punto de ocurrir.
Golpes de luz en el agua, en la piedra.
Golpes a la belleza del Dios y los perros violentos,
como en esas increíbles noches griegas.
(Se intensifican los golpes de martillo.)
Se oye un estruendo, cae un muro
y parece caer el soporte numérico del universo.
En cambio, la pequeña demolición de los cuerpos
no se oye,
la de la calle, la maldición de los suburbios,
la opinión chiquita de las viejas y los descaminados,
el día en que te golpearon, lenguaraz, no se oye,
ni los goterones de la sangre espesa,
ni la servilleta de papel con tu nombre escrito,
silenciosamente, no se oye.
Escuchen. Escuchen bien,
que si prestan atención
oirán esos gritos cada vez más débiles.
Queda sólo una taza, un vaso, dos o tres platos.
Ayer se vino abajo otra repisa con las vibraciones.
La delicada destrucción está pasando
justo ahora,
por este exacto lugar.
OBRA
Esta clase de estructura es muy compleja.
Nunca se construyó algo parecido
y ya sentimos la presión por terminar a tiempo.
El dios de la muerte sigue acumulando muerte.
El dios de la risa sigue acumulando risa.
Iba a ser de hierro, de tungsteno,
con los balcones caídos
como las tetas de una perra vieja
y con algunas plantas amarillas por aquí,
por allá.
Iba a ser de nada, o tal vez apenas
más concreta: de luz
con ausencia de martillazos y un soporte
que dudamos sublimar entre la música
y los suicidios con gas.
No hubo mejor amor que el de la psicodelia,
pero llegamos a destiempo,
ligeramente niños.
El dios del miedo nos vendió los seguros.
El dios del absurdo sigue acumulando gente.
LA ENFERMEDAD
Después de respirar, como lo hiciera Dostoievski,
en la humedad silenciosa
de esos cuartos mal iluminados,
se ponía a caminar sin sentido
por las calles imprecisas.
Caminaba igual que la sombra de Cortázar,
con su tranco voluminoso y aletargado,
y mientras lo hacía
silbaba aquella melodía de Mendelssohn
que tanto usó la resistencia
como santo y seña
entre las calles del nazismo.
Después recalaba en algún bar
y detrás de una taza humeante
metía su cabeza entre las manos,
como Kafka,
hasta que la hora lo invadía.
Entonces, iniciaba el retorno
hasta su cama con un libro
y ya no tenía ganas de levantarse
por un buen tiempo,
eso que solía hacer Proust.
Al final
terminaba como todos ellos:
abrumado por la vida sencilla.
ASUNTO DE FE
No creo en los que dicen
que el miedo es grande,
que toda la poesía es de cartón,
y que la sorda disciplina del odio
busca su entrada en los cuerpos,
suavemente,
como una bestia que relaja los instintos.
No vengan ahora con esos cuentos
de niñas ahogadas por el llanto.
Miren si no a los muertos
aplastados bajo esas losas.
Todos hablan de ellos
como si ya hubiesen pasado
por la cinta floja del tiempo.
Hay que ver y no creer.
Como se ve la mugre de los vasos,
la grasa en los pasamanos de esos trenes
que corren a la velocidad del fuego.
Menos juicio y más sueño,
hasta saberlo todo.
Como cuando dicen que vamos
adentro del universo,
de este lado del horizonte,
donde los clavos negros se empiezan a caer de la cruz,
y el pintor desorejado se pinta sobre un fondo de sí mismo.
Donde aquel que se metió de todo en la sangre,
hasta un barco angosto lleno de baños, hélices
y tornillos ajustados,
está viviendo ahora con una estudiante llamada «muerte».
No creo en lo que dicen los apestados
por la luz fría.
No vengan ahora con esos cuentos.
EL RELOJERO
No me pregunten cuándo sucedió,
pero recuerdo, sí, que le llevamos
un reloj antiguo de cadena,
marca Longben,
para ver si tenía algún remedio.
Lo sopesó, abrió la tapa
y sus brazos se hincharon
como si levantara una camioneta.
Es bueno, dijo, 18 rubíes, enchapado,
con engranajes montados
sobre estas piedritas rojas
que son más duras que el acero.
Lo esperamos en el jardín,
donde tenía su famoso reloj de sol,
y nos quedamos pensando
en lo que fuimos, en lo que seremos
cuando los números y la luz
se equilibren delicadamente.
Está difícil, vuelvan mañana, dijo.
Y salimos de aquel lugar
por una ruta invisible,
medidos para siempre,
listos para empezar y volver
a empezar.
CEDA EL PASO
Hay que tener cuidado con las señales.
Éste es un pueblo chico y siempre
ocurren algunas historias sencillas.
No falta el que bebe, como cree
que bebería Dylan Thomas si viviera,
y luego llega a su casa a medianoche
con los zapatos raspados, apuntando
una llave temblorosa con la mano.
Va dejando así una marca de luz
que permanece hasta que la borran
los faros de un automóvil
o simplemente se diluye en la humedad.
No falta el que bebe y después dice
que leyó completo En busca del tiempo perdido,
completo, las siete novelas,
y que lloró al amanecer
frente a un mapa de Londres.
Tengan cuidado,
en la ruta de la entrada
suele cruzarse a veces un caballo,
algún rencor,
algún árbol perdido.
Esto no es más que un pueblo chico,
aburrido y violento.
SABIDURÍA
Podría reconocer las moscas negras del Sahara
sobre los ojos negros de un niño negro,
como cualquiera,
pero no sabría qué hacer
para explicar las teorías de Max Planck
sobre energía radiante.
Sé muy pocas cosas, en realidad,
ni siquiera alcanzo a imaginar
la muerte de las piedras.
Si me dan un tiempo
quizás pueda hablar de algún misterio:
de las sencillas luces de la Ruta Dos, por ejemplo,
o de lo que se siente al nadar
en el fondo de un tanque australiano.
Es verdad,
quizás pueda distinguir entre los edificios
la ventana que ayer se iluminaba tenuemente
para encerrarme en esta pequeña historia.
Y tal vez algo de las calles miles de veces recorridas
por estas piernas con motor,
o de los cientos de libros que son más rápidos
y ordenados que esta memoria y su lengua.
Si me dan un tiempo más, insisto,
quizás pueda hablar de Parménides
a mi manera, claro,
o de las maniobras de Roger Bacon,
pero elijo el trato justo
que me ha dado la memoria:
resucitar con los trucos más sencillos.
POSICIÓN
Soy el mozo que me atiende,
el tipo que me cuida el auto,
la vieja que lava mi ropa.
Y todos los días, un poco,
aquellos ojos que me miran desde lejos.
Soy el jefe victorioso,
ese que ordena mi vida y sus necesidades,
pero soy también un perro modesto
que merodea por la plaza
y a veces el carcelero que tiene el aura
muy chica, pegada a su cabeza.
En general, soy todos ellos
cuando tengo los ojos cerrados.
BOCAS
Él tiene la boca negra, ella la boca roja.
Hay un árbol que se ha muerto
desde hace ya varios años,
ahí mismo.
La boca negra como brea.
Por el camino de piedra
va un torrente, apenas.
Y ella, es roja como una boca
sacada con redes del mar.
Un viento duro
le derrama los ojos.
Son amantes pero no se aman.
Ella monta una bicicleta de hombre.
Él tiene la boca negra, ella la boca roja.
Y siempre han sabido que las cosas
son lo que son.
ARQUITECTO
¿Qué cosa vas a construir?
¿Qué cosa imperfecta?
Podría ser un mundo
para que viva esta cabeza como vive la luz
adentro de los espejos:
esta cabeza no es de aquí.
Empezaría en cualquier parte,
a la orilla del mar, como tantos mundos,
en el medio de una plaza ordinaria, en el barro,
haciendo una masa con las piezas de greda
que desenterraron las hormigas.
Empezaría en el papel plateado de los cigarrillos,
en el papel sagrado del Corán, es lo mismo,
como los sueños de Kant, que se revuelven de angustia
en esta porquería calculada por destacados ingenieros,
porque no basta con hacer un soporte que
(más o menos) aguante.
Esa pared se cae sin contemplaciones.
Y se cae.
¿Qué vas a construir, arquitecto?
¿Qué cosa imperfecta?
Se cae.
Se cae, nomás.
Porque esta cabeza no me pertenece.
APÓCRIFO
Es el perro falso
que vaga entre campos minados
por las cruces de la razón.
Busca huesos enterrados,
para volver a enterrarlos un poco más allá.
Un perro sudamericano,
estudiante, campesino,
obrero de la noche imaginaria.
Ángel feo de la basura.
Es el perro artificial
que vaga por llanuras de papel
para que se confunda la muerte.
Tan exacta, ella,
tan concreta
que no perdona ni a esos perros.
CALLE UNO, FIAT LUX
Callejón Fontana.
Arriba dice «tus sueños»
(debajo de «frágil»)
y una mujer pequeña está mirando
las hojas caídas de un sauce, arremolinadas,
bailando para ella.
Tanto trabaja el amor que algunas veces
da en el blanco, piensa.
Lleva un atado de clavelinas,
apenas se mueve y la vida la roza.
Otros murieron, ella no.
Todavía no.
Algunos agitan la vida como si pasara un tren.
Para esos fue necesaria más muerte
que la de costumbre.
Para otros, en cambio,
basta con una muerte fina, tenue,
apenas más intensa que el olvido.
Más arriba dice fiat lux.
La mujer pequeña mira su mano izquierda,
deja el ramo, levanta la vista,
controla el reloj del panteón
y se aleja mirándose los pies
hacia la reja de salida.
EL TANQUE AUSTRALIANO
El viento golpeó toda la tarde
en las paletas del molino que arrancaba
el agua turbia de las napas.
Se fue llenando así un estanque de latas curvas,
hasta casi desbordar
y, con mi padre, nos quedamos
hechos unos estúpidos mirando el agua revuelta
como si viéramos el mar.
Al girar la bóveda, comenzó a llegar la noche.
Ya no se extrajo el agua, se apagó el viento.
Algunos puntos de luz brotaron
en su espejo negro.
Se oyeron los grillos del verano,
un ladrido agónico a lo lejos.
Ésa es «La Cruz del Sur», me dijo y señaló
despacio, como si temiera espantarla
con su brazo suspendido sobre el agua.
Y aquella formación: «El Puñal de la Mazorca».
Los ladridos se multiplicaron.
Yo pensaba en el rostro de mi madre.
Pensaba en sus ojos ya enterrados.
Me despedí de todo y entré.
Estaba muy fría el agua
y poco a poco fue embebiendo mi ropa
hasta que dejé de flotar.
No sé cuántos días transcurrieron mientras
me hundía en el silencio.
Recordé que en el «Paraíso» del Dante
no se describen sonidos,
pero eso qué podía importar.
Era un mundo sin horizonte:
por más que buscaba alrededor,
el horizonte no aparecía.
Desaparecieron, finalmente,
la luz y el tiempo.
Hasta que las aspas del molino
giraron de nuevo.
Cada succión del agua de la tierra
traía, como un golpe de remo, los recuerdos,
uno tras otro.
La bicicleta, el camino de tierra,
la puerta quejumbrosa de la casa
y las veredas del pueblo desbordadas por la grama.
El motor de algún camión sobre la Ruta Dos
ahogaba unos minutos el coro de las ranas.
Todo era redondo: el horizonte
no aparecía.
Y tuve que emerger después de muchos años.
Las cosas siguen igual pero nadie me reconoce.
Ahora voy por el parque, junto al cementerio,
a visitar los ojos ya enterrados.
Es muy grato caminar al sol
después de estar metido en el agua tanto tiempo.
TRES FRAGMENTOS DE CRÍTICAS DE “RUTA DOS”,
DE DANIEL CALABRESE
Límpidos, heridos y a menudo maestros, desplegados en una de las secuencias más notables de la poesía de hoy, los poemas de “Ruta dos” son un triunfo de la poesía entendida como un arte no de las palabras sino de lo que nunca han podido decirnos las palabras. Con un lenguaje contenido, preciso, de una belleza que jamás cede al alarde, como las corrientes de esos grandes estuarios que por su enorme caudal apenas parecen moverse, pero que pueden arrasar con todo cuando se intenta detenerlos, “Ruta dos” confirma que la obra de Daniel Calabrese se cuenta entre las más rotundas y sobresalientes. Es, junto con otras cumbres, una ratificación de la potencia y originalidad de la poesía latinoamericana actual.
RAÚL ZURITA
Prólogo a la edición italiana
Ed. Fili d’aquilone, Roma, 2015
“Ruta Dos” es obra de un poeta notable, con una singularísima consistencia estética. El autor posee oficio y lo demuestra en todos y cada uno de sus textos: desde su sofisticada estructura formal y recursos estilísticos hasta en sus imágenes y silencios. De hecho, su lenguaje transita por lo conversacional y lo literario rompiendo los diques del esteticismo en un permanente juego de contrarios que buscan asegurar su eficacia comunicativa. Se trata sin duda de una obra sólida y muy bien articulada.
CÉSAR CUADRA
Diario “El Mercurio”, Santiago de Chile, 2013.
Éste es un libro que tiene densidad semántica. A veces está al borde de lo hermético, pero siempre logra comunicarse con el lector, dándole consistencia al discurso mediante la fundación de una irrealidad coherente, estructurada por la imaginación. Al mismo tiempo le otorga pensamiento con reflexiones sobre la condición humana. En una época en la que el verso libre parece ser la coartada para la inepcia y la verborrea, Daniel Calabrese no se deja seducir por esa supuesta libertad y le pone a cada poema los límites que fija su rigurosa conciencia artística. Un reconocimiento oportuno e indiscutible.
ÓSCAR HAHN
Fundamentos del Premio Revista de Libros
Santiago de Chile, 2013
DATOS DE DANIEL CALABRESE
Daniel Calabrese nació en la ciudad de Dolores, Provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1962. Ha Publicado: La faz errante (Mar del Plata, 1989) por el que recibió el Premio Alfonsina; Futura Ceniza (Ed. Cafè Central, Barcelona, 1994); Escritura en un ladrillo (bilingüe español-japonés, Ed. Mito-Sha, Kyoto, 1996); Day Runs and other poems (inglés-español, Fairfield University, Estados Unidos, 1997); Oxidario (Buenos Aires, 2001, Premios del Fondo Nacional de las Artes), Ruta Dos (Santiago de Chile, Ed. Aguilar, 2013, y Ed. Fili d’aquilone, Roma, 2015) por el que recibió el Premio Revista de Libros de El Mercurio. Participó como invitado de festivales internacionales en Maebashi (Japón), Rosario (Argentina), Monterrey (México), Santiago (Chile), Granada (Nicaragua), Buenos Aires (Argentina), entre otros encuentros. Su obra reciente está publicada en antologías y revistas de diferentes países. Traducido parcialmente al inglés, italiano, búlgaro y japonés. Es fundador y director de Ærea, Anuario Hispanoamericano de Poesía y Traducción. Actualmente, es director de publicaciones de RIL editores en Santiago de Chile, ciudad donde reside desde 1991.
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